(Gabriel García Márquez)
Hay un período
cuando los padres
quedamos huérfanos
de nuestros hijos.
Es que los niños crecen independientemente de nosotros,
como árboles murmurantes
y pájaros imprudentes.
Crecen
sin pedir permiso a la vida.
Crecen
con una estridencia alegre
y, a veces,
con alardeada arrogancia.
Pero
no crecen todos los días,
crecen de repente.
Un día se sientan cerca de ti
y con una naturalidad increíble
te dicen cualquier cosa
que te indica que
esa criatura de pañales,
¡ya creció!
¿Cuándo creció
que no lo percibiste?
¿Dónde quedaron
las fiestas infantiles,
el juego en la arena,
los cumpleaños con payasos?
El niño crece
en un ritual de
obediencia orgánica
y desobediencia civil.
Ahora estas allí,
en la puerta
de la discoteca
esperando no sólo que no crezca,
sino que aparezca.
Allí están
muchos padres al volante
esperando que salgan.
Y allí están
nuestros hijos,
entre hamburguesas y gaseosas.
Con el uniforme
de su generación
y sus incómodas
y pesadas mochilas
en los hombros.
Allá estamos nosotros,
con los cabellos canos.
Y esos son
nuestros hijos,
los que amamos
a pesar
de los golpes de los vientos,
de las escasas cosechas de paz,
de las malas noticias
y la dictadura de las horas.
Ellos crecieron amaestrados,
observando y aprendiendo
con nuestros errores
y nuestros aciertos.
Principalmente
con los errores
que esperamos no se repitan.
Hay un periodo
en que los padres
vamos quedando
huérfanos de los hijos.
Ya no los buscaremos más
en las puertas de las discotecas
y del cine.
Pasó el tiempo del piano,
el fútbol,
el ballet,
la natación.
Salieron del asiento de atrás
y pasaron
al volante de sus propias vidas.
Deberíamos haber ido más
junto a su cama,
al anochecer,
para oír su alma respirando
conversaciones y confidencias
entre las sábanas de la infancia,
y a los adolescentes,
cubrecamas de aquellas piezas
con calcomanías,
afiches,
agendas coloridas
y discos ensordecedores.
Pero crecieron
sin que agotáramos con ellos
todo nuestro afecto.
Al principio
fueron al campo,
la playa,
navidades,
pascuas,
piscinas
y amigos.
Sí,
había peleas en el auto
por la ventana,
los pedidos de la música de moda.
Después llegó el tiempo
en que viajar con los padres
comenzó a ser un esfuerzo,
un sufrimiento,
no podían dejar a sus amigos
y primeros enamorados.
Quedamos los padres
exiliados de los hijos.
Teníamos la soledad
que siempre deseamos,
y nos llegó el momento
en que sólo miramos de lejos,
oramos mucho
(en ese momento
se nos había olvidado)
para que escojan bien
en la búsqueda de la felicidad
y conquisten el mundo
del modo menos complejo posible.
El secreto es esperar.
En cualquier momento
nos darán nietos.
El nieto
es la hora del cariño ocioso
y la picardía no ejercida
en los propios hijos.
Por eso,
los abuelos
son tan desmesurados
y distribuyen
tan incontrolable cariño.
Los nietos
son la última oportunidad
de reeditar nuestro afecto.
Así es.
Los seres humanos
sólo aprendemos
a ser hijos
después de ser padres;
sólo aprendemos
a ser padres
después de ser. abuelos.
En fin,
pareciera que
sólo aprendemos a vivir
después de que la vida
se nos va pasando. Disfrutemos de nuestros hijos en cada una de sus etapas mientras duremos vivos!!
Gabriel Garcia Márquez